La despedida (Fragmento)

«- Seducir a una mujer —dijo Bertlef con disgusto—, eso sabe hacerlo hasta el más tonto. Pero saber abandonarla es algo que sólo puede hacer un hombre maduro.

– Ya lo sé —reconoció con tristeza el trompetista—, pero esa repugnancia, ese insuperable rechazo, es en mí más fuerte que cualquier buen propósito.

– Pero ¿qué me dice? —se asombró Bertlef—, ¿es usted misógino?

– Eso dicen de mí.

– Pero ¿por qué? ¡Usted no parece ni impotente ni homosexual!

– Y ciertamente no soy ni impotente ni homosexual. Es algo mucho peor —reconoció el trompetista con melancolía—. Amo a mi propia mujer. Ése es mi secreto erótico, que le resulta incomprensible a la mayoría de la gente.

Aquella confesión era tan enternecedora que los dos hombres permanecieron en silencio durante un momento. Al cabo de ese momento el trompetista continuó:

– Nadie lo entiende y menos que nadie mi propia mujer. Cree que un gran amor se pone de manifestó cuando uno no tiene ninguna aventura con las demás mujeres. Pero eso es una tontería. A cada rato me siento impulsado a conquistar a una mujer extraña, pero en el momento en que me apodero de ella, una especie de poderoso resorte me lanza de vuelta hacia Kamila. A veces pienso que busco a esas otras mujeres sólo debido a ese resorte, debido a ese lanzamiento y a ese maravilloso vuelo (lleno de ternura, deseo y humildad) hacia mi propia mujer, a la que tras cada infidelidad quiero más y más.

– De modo que la enfermera Ruzena no fue para usted más que una confirmación en su amor monogámico.

– Sí —dijo el trompetista—. Una confirmación muy agradable. Y es que la enfermera Ruzena tiene un encanto considerable si la vemos por primera vez y, al mismo tiempo, es muy conveniente que ese encanto se agote por completo al cabo de dos horas, de modo que no haya nada que lo tiente a uno a permanecer, y el resorte lo lance poderosamente hacia un maravilloso vuelo de regreso.

– Querido amigo, difícilmente podría demostrar en algún otro caso mejor que en el suyo que un amor exagerado es pecaminoso.

– Yo pensaba que mi amor por mi mujer era lo único bueno que había en mí.

– Y se equivocaba. El exagerado amor por su mujer no es el polo contrario que compensa su falta de sensibilidad, sino lo que la produce. Como su mujer lo es todo para usted, las demás mujeres no son nada o, dicho de otro modo, son para usted unas putas. Y eso es una gran blasfemia y una gran falta de respeto hacia unas criaturas que han sido creadas por Dios. Querido amigo, ese tipo de amor es una herejía.»

Milan Kundera